Son las tres de la mañana y estoy borracho. Hace diez horas que empecé a tomar y, por lo menos, unas siete u ocho sin probar alimento. Estoy en un…
Son las tres de la mañana y estoy borracho. Hace diez horas que empecé a tomar y, por lo menos, unas siete u ocho sin probar alimento. Estoy en un antro mamador en Álvaro Obregón con Ángel, mi roomie desde hace varios años, un par de primos y sus respectivas. Es diciembre, por allá de los últimos días del año, donde los propósitos de enero que dejaste de cumplir ya se fueron para el siguiente y el siguiente, hasta que, por fin, después de tres o cuatro, lo superas, se te olvida o aceptas el hecho de que eres un mediocre y no lo vas a cumplir. Afuera hace frío. El estado etílico y el techo bajo del lugar nos cobijan y hasta nos abochornan. La música provoca que algunas niñas meneen las caderas, alcen los brazos y agiten el pelo malfingiendo desinterés. Los hombres no bailamos. Y menos nosotros: ellos porque ya llevan acompañanta y no necesitan esforzarse en convencer a nadie, y yo porque nunca lo he requerido tampoco: mi sola apariencia, porte y ojo verde suelen ser suficientes. Bailar sería redundante y hasta desleal.