El día que le di el anillo a mi primera esposa era viernes, llovía tímidamente en el Cerro de San Jerónimo, y el frío invernal característico de la zona, se…
El día que le di el anillo a mi primera esposa era viernes, llovía tímidamente en el Cerro de San Jerónimo, y el frío invernal característico de la zona, se empezaba a asomar por el picaporte del otoño. Veníamos de recorrer la ciudad entera y nos disponíamos a hacerlo por segunda vez en un sólo día en pro de presenciar una obra de teatro, para la que mi mujer había comprado boletos a pesar de saberme asiduo odiador del género. Filas de pseudo intelectuales de sombrero de ala ancha, morral de tela de “Coyo”; pelo de colores ridículos y chaleco de ciertopelo roído por el rigor del uso de tres generaciones de habitantes de la Zona Rosa; sólo para entrar en un auditorio más roído aún, de asientos chicos pero incómodos, donde de milagro cabe una persona de edad adulta. Y yo siempre me he considerado una persona de edad adulta. O por lo menos cuando de tamaño se trata. En otros menesteres más solemnes como las responsabilidades, las adicciones o la madurez emocional, soy y siempre seré un puberto empedernido, de piel cacariza y libido exacerbado. Dado lo cual, presenciar un espectáculo de índole más que sospechosa, con actuaciones cuestionables y atmósfera pretenciosa en tan precarias condiciones siempre se me ha hecho un suplicio más que cualquier otra cosa.